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sábado, 4 de junio de 2011

Infecto.

Que la misma luz que me ciega

guiará cada uno de mis pasos.


Niégalo, escóndelo todo. Niega a los demás lo que sientes y sobre todo a ti mismo. No lo sueltes, no lo pienses, déjalo olvidado en el rincón más oscuro de tu memoria; en el más cerrado de tu corazón. Sé turbio. Sonríe aunque no te apetezca y que nadie se dé cuenta. Cierra los ojos y adéntrate en tu interior. ¿Ves una luz? Huye de ella: soy yo llamándote para que vengas. Ábrelos, ¿te late el corazón? ¿Sientes la fuerza? Son tus sentimientos intentado escapar de la cárcel en la que los has hecho prisioneros; pero no te dejes llevar. Sé fuerte y nunca te des por vencido; reprímelos, ahógalos hasta que se pudran. Enorgullécete de ti y no pidas perdón. Que no caiga ni una sola lágrima de tus ojos. Recuerda que arriesgar es de fracasados y olvídame.

Sigue tu vida intentando respirar, ¿puedes? Yo sí: jamás me he negado a mí misma una evidencia; ni he dejado olvidados los recuerdos de mi memoria en ningún rincón. He sido transparente cuando todo el mundo era opaco. He sonreído sólo si la situación lo requería ignorando habladurías. No huí de ti cuando me llamabas, por tenue que fuese la luz o por frágil que fuera la esperanza. En la vida he frenado mis sentimientos y siempre, siempre, siempre me he dejado llevar; además nunca me importó pedir perdón. Es evidente que no he sido fuerte: me derrumbo con facilidad y las lágrimas aún caen de vez en cuando porque arriesgué y fracasé. Y por supuesto no, no te he olvidado, pero yo si puedo respirar porque no hay nada que me pudra por dentro.