Vistas de página en total

lunes, 25 de enero de 2010

9ª Sinfonía para maldecir.






Así que, una vez más volví a caer. A pensarte, y por consiguiente a maldecirte.

Como cada mañana el despertador había sonado por primera vez a las siete; por segunda vez a las siete y cinco; por tercera, a las y diez; por cuarta, a las y cuarto; y así cada cinco minutos, hasta las ocho. Todavía recuerdo lo mucho que te molestaba que hiciera eso. Estar una hora apagando el despertador cada cinco minutos te parecía la mayor estupidez del mundo. Y así era: la mayor estupidez del mundo, para la mayor estúpida del mundo.
Cansada ya de escuchar la misma melodía -9ª Sinfonía de Ludwig Van Beethoven- cada cinco minutos durante una agonizante hora, decidí dirigirme hacia la cocina.

Genial. El café se había acabado. Pero qué coño…, en realidad nadie lo había preparado. Y cuando digo nadie digo yo. Quién si no iba a prepararlo…
No sé por qué me irrité al ver la cafetera vacía y sucia del café anterior. Era una irritación un tanto extraña, mezclada con tristeza.
Tal vez me veía demasiado reflejada en aquella maloliente cafetera: Vacía y sucia de la noche anterior. Aquella madrugada había llegado a las 5.30, mis vaqueros desprendían un fuerte olor a cerveza –de alguien, supongo, que la había derramado, o quizás había sido yo misma- y mi pelo olía tanto a marihuana que podía colocarme con tan sólo inspirarlo. No recordaba mucho más, tan sólo que había conocido a unos chicos que habían intentado hacerse los simpáticos, a los cuales había asustado con mi peculiar simpatía. Tú me entiendes. También recuerdo que Sofía se había cabreado: mi peculiar simpatía había espantado al que –según ella- era el amor de su vida. Y ya ves tú, lo acababa de conocer… “Será por tíos” Le había dicho, y antes de acabar la frase ya me había arrepentido. Yo también sabía lo que era “encapricharse” de alguien en concreto.

En mi cabeza seguía sonando la 9ª Sinfonía. Te maldije. Te maldije por haberme enseñado aquella canción. Tranquilo, los dos sabemos que ni tú me habías enseñado la canción, ni yo te estaba maldiciendo realmente, pero llevaba ya más de media hora despierta y aún no te había odiado, como me había propuesto el día que me dejaste. Tenía que buscar una excusa, y Beethoven, por primera vez en la vida –si Beethoven supiera…- me había dado la solución.

Empecé a preguntarme qué narices hacía despierta tan temprano, si tan sólo hacía dos horas y pico que me había acostado. ¡Ah! Si…, el despertador. El maldito despertador del móvil, con la maldita sinfonía que no paraba de retumbar en mi cabeza. Era mortificante. Como si por mis venas en vez de sangre discurrieran sinfonías de Beethoven constantemente. Como si en mi cabeza sólo hubiese una sinfonía… La que “tú me habías enseñado”.
¿Ves? A la misma vez que buscaba una excusa para odiarte, no estaba sino buscándola para pensar en ti y recordarte.

La imagen que daba aquella mañana era demasiado patética. Tendrías que haberme visto: Sentada en esa vieja silla de la cocina, -la que tenía la parte trasera izquierda más corta que su contigua, ¿la recuerdas? Esa que tanto detestabas. La que tan incómoda te resultaba- con tu vieja camiseta negra –a modo de pijama improvisado- que te había robado hacía un par de años. Cafetera en mano y mirada fija en ninguna parte…
Sinceramente, lo único que estaba haciendo era pensarte, y por consiguiente, maldecirte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario